La Historia es un imposible, un constructo urdido por los hombres, pero no por ello dejamos de abordarla una y otra vez. Clío ha tenido novios de todos los pelajes. Conocer el pasado ha sido una obsesión cultivada con ahínco por todos aquellos capaces de sostener un cincel o empuñar una pluma. El relato, el panegírico, la crónica, el ensayo o la biografía son algunos de los ropajes con los que se ha vestido a la musa. Hoy, afortunadamente, vuelve a haber un despuntar de la ficción como vía para aproximarse a lo pretérito. La novela histórica está de moda, pero no todas ellas son iguales (como sucede con el grosor de sus lomos). Los hechos, y sus interpretaciones diversas, suscitan controversias sinfín, lo cual lejos de ser un problema relativizador demuestra la salud de la que goza la reflexión sobre lo que fue. Es, en definitiva, la importancia de los ecos. Esos murmullos lejanos son, a través de las ondas del tiempo, capaces de convertirse en mucho más. En ellos perviven intangibles, sometidas al azar y a la voluntad, las esencias que nos definen.
Cuenta la tradición griega –que no deja de ser un relato fantástico y cargado de humanidad– que Perseo, tras cortar la cabeza de Medusa e iniciar su peregrinaje, derramó unas gotas de la sangre de la bestia sobre el Atlas. De esa libación nacería una criatura insólita. La Anfisbena o serpiente de dos cabezas. Una a cada extremo del cuerpo alargado, una mirando eternamente a occidente y la otra a oriente. A los amantes de la historia precolombina les sonará la imagen. Los mexicas también usaron esa poderosa figura en su mitología.
Maquizcoatl era una culebra cuyas dos cabezas convivían sin llegar a entrar en conflicto. Y así, con este tándem bicefálico y portentoso, muestra innegable de la fuerza subyugante de los arquetipos, llegamos hasta la novela que ahora ve la luz, Mares nuevos. Escrita por Fernando Marañón, documentada por David Martos e ideada por ambos, la obra tiene mucho que ver con lo explicado. En ella la dualidad es tanto una metáfora como una argamasa enriquecedora.
La dupla de creadores se atreve a rizar el rizo de la Historia con una fórmula audaz e híbrida. Un documentalista curtido en las lides técnicas (arqueológicas y factuales) aporta el caldo primigenio perfecto para que un autor, ducho en narraciones plenamente literarias, fabule sin perder nunca el espíritu de aquel tiempo. No en vano, las dos cabezas, como las de la serpiente de marras, apuntalan un proyecto tan ambicioso como bien estructurado. La serie Bernal del Nuevo Mundo recorrerá la conquista de América (el conocido encuentro o desencuentro) desde las iniciales zonas caribeñas hasta las grandes culturas del interior del continente.
Lo dual, no obstante, no acaba aquí. En esta primera entrega descubriremos, además de un conocimiento excelso de los compases iniciales de la conquista desde la perspectiva castellana, algo más. Se trata del otro lado. Es lo que podríamos llamar la alteridad indígena. Hay en la obra una muy singular y equilibrada importancia del universo taíno, pueblo originario de aquellas primeras islas tomadas por los españoles. No es una armonía sencilla de lograr, pero se mantiene a lo largo de toda la saga, como la forja de un buen metal a pesar de los golpes. Lo sincrético, capaz de fundir mundos teóricamente opuestos, enlaza creencias por un cordón umbilical que serpentea entre dos culturas, como el cuerpo de un gran ofidio.
Igualmente diverso será el sentir de los hombres, protagonistas absolutos de lo que toca al pasado. La búsqueda de la fama, las necesidades económicas y la sorpresa por lo que la mirada atrapa, dota a los protagonistas de estas letras y de aquellos hechos de una humanidad tan creíble como doliente. Harán lo necesario para sobrevivir y seguir avanzando. Las mentalidades en el seno de la Monarquía Hispánica así lo dictaban: la defensa de la fe y la incorporación de nuevos territorios eran las puntas de lanza de la idiosincrasia del momento. Y no olvidemos que la sociedad de la Edad Moderna era, por definición, muy violenta. Ideales, expectativa, valor y delirio. Bernal y sus compañeros son fascinantes, como la contradicción pura. Están cortados fielmente por el patrón de una época, pero sin perder esos rasgos particulares que los convierten en compañeros perennes de la memoria. El lector encontrará en ellos una pulsión, un destello. Es lo que arde en la pleura cuando nos abandonamos a la lectura de una prosa justa o al disfrute y recreación de otros tiempos. Es decir, en ellos late la vida real en cualquier momento, más aún en los de gestas y tierras por descubrir. Por decirlo con Petrarca, lo importante es, evidentemente, el viaje, no el destino. Al acabar este libro, tampoco seremos los mismos.
Estamos en el umbral, no obstante, de un nuevo desdoblamiento. Y es el que corresponde a la cuestión genérica de estas letras. Marañón y Martos han logrado, no nos engañemos, convertir la Historia bien documentada en aventura. Y esto no puede más que insuflar aire en las velas de la muy estandarizada novela histórica. La aventura no es sólo un modo de narrar que ya popularizasen los grandes autores para el gran público, como Sabatini, Salgari o Verne. Nos encontramos ante una manera nueva de contar la adversidad, tan dramática y celosa con los datos como ágil en su estilo y armazón. Es un rigor intensamente narrativo que viene a modernizar el género, pero con mimbres antiguos. Podría ser algo así como la genial frase de Giuseppe Tomasi di Lampedusa en El Gatopardo: “Cambiar todo para que nada cambie”.
En este cajón de la aventura cabe todo: la mujer en el Antiguo Régimen, la familia y sus cuitas, las encomiendas, batallas feroces sobre arenas blancas con armas de madera, amuletos que vuelan, pasiones del bajo vientre… No hay nada nuevo bajo el sol de los instintos. El ser humano no ha cambiado sus miserias y grandezas desde que empezó a caminar erguido, pero aquí refresca el cambio de perspectiva, el calado y la amenidad. Recrear aquello que hoy es aire y palabra con el brío de una prosa tan trabajada como el hierro, pero que se bebe como el agua, como decía Jardiel Poncela, es algo al alcance de muy pocos. Marañón es uno de ellos. Nunca les habrán contado así la Historia.
Ortega y Gasset escribió a la altura de 1925 que, además de la Filosofía, las dos emociones intelectuales del futuro serían la novela y la Historia. Quizá contaba el pensador madrileño con la aparición de obras como esta, capaces de aunar el entretenimiento con la tragedia, la rigurosidad con el ritmo y el amor por el pasado con una riqueza léxica de altura literaria. Todo ello logra el imposible. Sentir el tiempo de la conquista como una herida en la pupila, una punzada bravía en el pecho y, en definitiva, como un golpe de brisa marina en el rostro. Eso, y mucho más, es lo que estás a punto de comenzar, querido lector. No mires atrás. No retrocedas. Buen viaje.
Juan Laborda Barceló, Escritor y Doctor en Historia